El Deshabitado
Jueves, julio 18, 2013
Solo la educación abre nuevas perspectivas, puertas y
caminos, decía mi Madre, creo que por eso transcurrí la primaria en la Escuela
José Manuel Indaburu, ubicada en la esquina formada por las calles Ingavi y
Genaro Sanjinés de la ciudad de Nuestra Señora de La Paz.
Eran los 60s y la hoyada confirmaba su carácter misterioso,
sobrecogedor, intimidante, pero al mismo tiempo natural y envolvente, siempre
vigilado por el insondable Illimani.
Para llegar a tiempo había que empezar la caminata unos 40
minutos antes de las 14:00, bajar por lo que ahora es la Landaeta, la Boquerón,
pasar San Pedro, la cárcel, la Mariscal y subir por la Ayacucho, pisar la Plaza
Murillo y llegar a la Escuela. Así, todos los días, transcurrí la ciudad y
aprendí a amarla y poseerla en un sentimiento no lógico.
En octubre, los profesores de música y gimnasia solían citar
a los alumnos a clases extras, los días sábados “desde las 3 a las 5”. Es uno
de mis mejores recuerdos de mi transcurrir la ciudad. Tenía orden y me daban el
dinero para, luego de clases, tomar el “2” y regresara a casa sin demora.
Los sábados, el colectivo casi siempre estaba vacío y se
deslizaba lentamente, sin apuros, como ayudándote a comprender lo que se
mostraba a tus ojos. Era un viaje placentero, ilustrativo y conmovedor. Luego
de comprar algunos dulces lo esperaba en la Sucre, me acomodaba al final, en la
última ventana, bajaba el vidrio, dejaba que el viento helado juegue con mis
pensamientos.
El vehículo pasaba por el Teatro Municipal Alberto Saavedra,
aún hoy, testigo de inmortales sesiones de música y de algunas reuniones en
defensa de la capitalidad; daba su primera curva en la Ingavi y Sanjinés para
encaminarse hacia la Montes, en la convergencia con la Pisagua, volteaba hacia
el carril de bajada pasando por el edificio de la Fuerza Aérea, llegando a la
Perez donde se destacaba claramente el “Merlan” con sus secciones de flores,
comidas para todos los gustos y bolsillos, discos, bebidas, gel y otras cosas.
En la Perez, en plena esquina, se ubicaba un cuartucho con
diversas máquinas de juego de la época como los de “pinball” y basket; el aire
traspiraba comida de cordero y alcohol; allí también estaba estacionado el
cuartel de los Bomberos; las señoras que vendían los “sanguchitos de chorizos”
que hasta hoy perviven resistiéndose a la orden municipal de perecer.
Y desde la “Alonso” bajaban por la Evaristo Valle,
automóviles, colectivos y todo tipo de motorizados que desafiaban a la altura,
empero, estos, con su ruido y todo, no podían enmudecer la música que las
disqueras destilaban en toda esa cuadra haciendo que la calle también sea
conocida como la de la música.
Al frente estaba el “Lido Grill”, para los que querían beber
“con un poco de estilo” (de la clase media para abajo), al frente, tahúres,
embaucadores, timadores, jugadores de billar, tres bandas y baraja, además de
ladrones y asaltantes convivían en los salones del “Montecarlo”. Ya sobre la
Pichincha, más bares, mientras “drogos” de toda laya viajaban hacia lo
desconocido como buscándose entre el humo de los Astorias y yerba mezclada con
orégano.
El “2”, pasaba por San Francisco, se veía la Sagárnaga con
sus importantes ferreterías que te vendían de todo, desde una lija hasta
maquinaria para la minería. La Iglesia, y los vetustos edificios conformaban un
espacio que ya no es más testigo de las reuniones de asalariados y muchedumbres
de explotados. Hay una fotografía en la que destaca la figura del maestro Luis
Espinal Camps que, confundido en el todo, escucha los encendidos discursos que
hablaban de la dictadura del proletariado.
Ya en la “Mariscal” pasábamos por el Tránsito, a donde era
mejor no llegar, ni por haber chocado tu auto o atropellado a un ciudadano,
menos por “faltamiento a la autoridad”.
Los castigos, obviamente, fuera de toda ley, eran severísimos,
incluyendo los corporales, coimas y otras cosas peores.
En la esquina de la Oruro se puede ver el palacete de Patiño
y sus puertas giratorias, convertida en las oficinas de la COMIBOL; en frente,
teníamos al Obelisco y la Facultad de Ingeniería de la UMSA, además del
edificio del “Club de La Paz” donde se celebraban sonadas fiestas cada 16 de
julio, carnavales y fin de año con la presencia de desdeñosos señores
almidonados y encopetadas damas de trajes largos que parecían barrer la calle y
sacar lustre a sus salones de baile.
Más abajo, la esquina de la Almirante Grau, aún se mantiene
el edificio de la Caja Nacional de Salud, mientras al frente se vendía el café
Royal, hoy casi desaparecido. Ya entrando en el Paseo de El Prado, justo en la
conjunción formada por la Mariscal y la Colombia, estaba el Cine Bolívar,
especializado en películas pornográficas. Un poquito más abajo, el edificio de
la Central Obrera Boliviana (COB) y de la Federación de Trabajadores Mineros de
Bolivia (FTMB).
En la acera de en frente, el Cine Monje Campero que exhibía
los últimos éxitos comerciales, casi siempre norteamericanos, en medio, el
paseo en sí con árboles, flores, fuentes de agua y monumentos a Bolívar, Sucre
y a Colón. Al final, en la acera de subida aún conservamos el Cine 16 de Julio,
aunque ya no funciona como tal.
Desde El Prado, se respiraba otro ambiente, más mundano,
poético, cultural, político y romántico. Era (es) el principal paseo de la
ciudad y servía como sala de exhibición de la pequeña burguesía local que
pasaba el tiempo complotando en bares, cafés y heladerías.
Al frente del “Monje”, estaba el Cabaret“Maracaibo” donde
proliferaban la música, mujeres, bebida y todo lo explosivo que se genera
cuando se mezclan esas virtudes. Más abajo en la misma acera, y cerquita del
Alameda, convivía con otros locales el “Jet Set” que en sus sótanos ofrecía el
mismo menú, pero a precios más accesibles. En la parte superior del edificio
formado por El Prado y la Reyes Ortiz había otro boliche del que la memoria se
olvidó, pero cumplía las mismas funciones.
En el final del Prado aún se mantiene la Biblioteca
Municipal donde uno podía, creo que aún puede, leer libros de autores
nacionales, extranjeros y consultar los periódicos con solo pedirlo.
Más abajo, en lo que era la Avenida Villazón, se destacaba
el Monoblock de la UMSA con todo su bagaje de historia y lucha política,
sindical y universitaria, en su frente las canchitas de la YMCA que nos habrían
camino a la calle 6 de Agosto donde funcionaba la Radio Méndez y su inolvidable
programa “El Show de los Sábados”, espacio por el que desfilaron diferentes
artistas, pero jamás olvidaremos las actuaciones de “Benjo Cruz”, que enfundado
en su poncho negro y armado de su guitarra se fue a la guerrilla cantando
“olvida niña que un día, te di promesa de amor, entonces yo no sabía este
destino cantor”; su sentido “Pilcomayo”;
además de preguntar: “¿Dónde está Dios?”.
En esta cuadra también teníamos la tienda de la “Stereo
Records” donde todos los paceños de bien, especialmente los atigrados, comprábamos
los vinilos de rock clásico.
Ya en la esquina, el “2”, cansinamente doblaba hacia la
Aspiazu, calles éstas, donde se percibían las rieles de los tranvías que años
atrás circulaban por la ciudad. En su primera cuadra se tenía y se tiene al
“Club del Círculo de la Unión” donde también “se reunían” los políticos de la
época, como también lo hacen ahora.
En la tercera cuadra de la Aspiazu y como no podía subir una
pendiente, el colectivo doblaba por la Ecuador, pasaba cerca del Mercado
Sopocachi, donde se podía comprar pescado fresco destacándose el “mauri”, la
trucha criolla, el “ispi” y el “suche”, entre la variedades que llegaban del
Lago Titicaca.
Sopocachi, era un barrio señorial y aún mantiene aires de
cultura, bohemia y música. Muchos pasamos largas noches mirando el Illimani
desde los jardines del Montículo acompañados por bebidas espirituosas y otras
cosas que no es bueno recordar.
El vehículo público pasaba por la entonces tranquila y
apacible Plaza España, seguía por V. Sanjinés, doblaba por la F. Bedregal y
empezaba a subir por la José E. Guerra
hasta llegar a la Plaza Adela Zamudio, testigo también de innumerables noches
de tertulia.
Entonces, el motorizado empezaba su ascenso por la Jaimes
Freyre destacándose su paso por “Las Alfas”, fundo en el que destacaba un río,
cuyo nombre se perdió debajo del cemento y el asfalto, y los inmensos árboles
que rodeaban otros de frutas como duraznos, ciruelos, tumbos y tunas que
hurtábamos y disfrutábamos sin control.
De ahí también se elevaban incontables odas al Illimani,
mientras observábamos cómo se deslizaban los arcillosos cerros de Llojeta y
Achocalla haciendo reverencia al coloso de los tres picos.
La “parada del 2” estaba ubicada en la zona de Tembladerani,
sobre la calle Jaime Zudañez.
Por anticipado, pido perdón a la urbe, al Illimani y a
los otros apus menores, por haber olvidado algunas otras características de la
ciudad de Nuestra Señora de La Paz: cuna de la libertad y tumba de tiranos.
MAR